lunes, diciembre 17, 2012

Ya estuve ahí


Pedí un café.
Ocho de la noche. Italian Coffee de Plaza Xilotzingo.
En la terraza hace un frío que cala y yo me siento ahí esperando robar un cigarro a algún desconocido.
(Sí, volví a fumar, no lo digo con mucho orgullo)
Tomé la tableta. Busqué un PDF.
Hacía años que tenía entre pendientes Pixie en los Suburbios de Ruy Xoconostle.
Horas más tarde me tendía en uno de los sillones rojos de Selene (rojos, ¿o naranjas? No tengo puta idea).
Me chuté 197 páginas seguidas y me queda la mitad del libro.
La verdad es que suspendí lectura porque no quiero acabarlo así en fast track.
(En depresión me vuelvo lector veloz)
Entré en una especie de paranoia.
Yo igual tengo mi Pixie, y mi Midget.
En mi caso tuve un Miguel Ángel*. Que fue Miguel y Ángel. 
Miguel resultó que recién se descubrió. Estaba sentado, con una cerveza en mano.
Miguel de hecho me tomó el amante en turno.
De hecho, creo que primero conocí a Miguel.
Él fue quien abrió la agenda para que me convirtiera en el Mr. Miércoles de esa semana. Justo entre Mr. Martes y Mr. Jueves.
Lo curioso es que Miguel volvió un viernes y se convirtió en Ángel.
Me dio una bendita muestra de misericordia. Y se mostró vehemente, se mostró dócil y tranquilo. ávido de conocerme más allá de las sabanas. Horneaba galletas, leía conmigo. Era el mejor compañero de viaje. El mejor guía explorando lugares que bien conocía, o provocando eventos y situaciones. Usualmente que terminaban marcando esos días.
Miguel era otra cosa.
Miguel emergía desde varios puntos, solía ser muy sociable, también solía no tener ni pudor ni miedo. Siento que a veces se apoderaba él del volante del auto y esa distinción de agresividad y osadía eran las que lo movían por las calles, sin temor, socarrón, altivo.
No lo noté.
Salió poco a poco, tomó y ganó terreno. Miguel era represor, impositivo, exagerado, necio, controlador, asfixiante. Se cubría en una falsa modestia, sonreía con malicia, tenía avaricia en los ojos.
Pensé que había sido una sola persona ante quien rendí el ego y cedí hasta no tener nada para mí.
No fue así.
Suficiente dosis de esquizofrenia le inyecté a mi vida.
Es curioso, pero desde hace rato sé que Midget y Pixie son la misma.
Aún no llego a la parte del libro que pueda revelarlo.
Pero me suena que va por ahí.
Me suena que ya estuve ahí.



_______
*Usé un nombre compuesto cualquiera. No se espanten. Nunca he andado con un Miguel Ángel.

jueves, diciembre 06, 2012

De los zapatos rojos


Pues quesque ando en curso de Periodismo Literario.
Lo imparte Fernanda Melchor.
Conocerla ha sido lo más refrescante de estos últimos días del 2012 que, bendito Dios, ya se acaba.
Recién nos dejó un ejercicio que me recordó horriblemente al profesor José de León, que me daba español en la secundaria.
Ese profe era como una especie de crush para mi, que en ese entonces andaba en el kindergarden de la homosexualidad.
Usaba jeans algo justos, suéteres holgados. Tenía una sonrisa espectacular. Era de una tez morena que llevaba con orgullo.
Sus ejercicios eran "Los cuentos inacabados". Sepa de dónde los sacaba, pero eran bien pirados.
Fernanda, años después, vino a recordarme los ejercicios de ese profe.
Para el taller tuvimos que escribir sobre basados en la frase: "Hay unos zapatos rojos tirados en medio de la calle".
Aquí está el texto que le mandé.
No sé porqué lo subo aquí, pero pues ahí está.

***

Hay unos zapatos rojos  tirados en medio de la calle.
Solían ser cómodos para la chinga diaria. Solían ser los favoritos de Licha para recorrer las calles al trabajar, le combinaban con esa casaca naranja tan distintiva de las barrenderas  de Puebla.
Solían ser color camello pero se tiñeron escarlata tras el aventón que a  Licha le dio un camión de la ruta Galgos del Sur.
Bueno, no fue un aventón, precisamente.
Más bien el autobús la machacó a lo largo de tres calles, arrastró su cuerpo convirtiéndola en un grabado de tonos que iban del rosa al escarlata, con textura de carnitas, con aroma dulzón de pan horneado, trozos de piel y hueso que parecían aún palpitar a lo largo de 300 metros.
Un tatuaje sobre la calle 9 Sur. En eso se convirtió Alicia.
Son las dos de la tarde de un martes de julio. Corre el año 2008. Puebla, que pareciera una bombonera de atmósferas, ese día hierve entre los sudores de agentes del ministeri.
Los agentes caminan con cinta métrica en mano. Tapabocas y algo de frialdad puede verse en sus rostros. Van contando fríamente lo que encuentran. Como si guardaran las piezas de un rompecabezas toman trozos de la mujer para guardarlo en bolsas Ziploc. Ya cargan más de diez entre las manos.
"13 metros, trozo de... ¿oreja?", dice un agente y voltea a ver a su compañero.
El segundo lo anota.
"13 metros con 40 centímetros, trozo de tela, al parecer parte de un brasier", dice otra vez el agente. Vuelve a buscar con la mirada al compañero.
El segundo lo anota.
"13 metros con 45 centímetros, hueso y al parecer piel".
El segundo lo anota.
"14 metros... Parte de la dentadura..."
El segundo lo anota.
Los fotógrafos de nota roja no saben ni cómo fotografiar la escena.
Cadáver no hay.
Quedó repartido a lo largo de la calle que a esa altura se vuelve un bazar de artículos para santeros.
Los fotógrafos buscan ángulos, no saben qué hacer.
Suben a los balcones y prefieren tomar una perspectiva de la calle, del sanguinolento rastro de Alicia, de, bullicio que provoca la escena, los mirones, los agentes, el auto del Servicio Médico Forense, lo aparatoso de un momento, el suspiro de una ciudad que ve caer a otro más de sus hijos, como cada tarde.
La escena es complicada, de la mujer solamente quedó el rastro, el camión se quedó detenido cuadras adelante y el chofer escapó.
De Alicia se sabe que era naranjita, que le tocaba limpiar en la 9 Sur y había dejado escoba y bote rodante de basura a un costado, que el destino la alcanzó en forma de autobús, que sus compañeras la vieron fundirse con el adoquinado. Que de ella lo más completo que quedó fueron sus gastados zapatos color camello teñidos del rojo de su sangre.
Los agentes siguen su trabajo, los fotógrafos toman sus placas, los mirones ahí siguen.
"24 metros con 18 centímetros... Zapato izquierdo color... ¿rojo?", dice el emepé.
El segundo lo vuelve a anotar.
De Alicia quedó tanto y nada a la vez.
Lo único que conserva forma son sus zapatos.
Hay unos zapatos rojos tirados en medio de la calle.

Te informo



I can play Uncle Jesse
U can be Mary Kate
We can be a happy family
San Fran / Kids of 88 


-¿Oye? ¿Y no has visto a Mundo?-me abordó sutil y serena, así como suele machacar a la gente, la pinche Selene.
-No, no lo he visto. No lo encuentro-le dije.
Munive solamente se quedó callado. Como que abrió de más los ojos pero fue prudente para poner atención al sainete entre hermanitos.
Cuando nos acordamos que el hambre existe eran las nueve de la noche y habíamos salido de Central por algo para llenar la panza.
Comíamos una hamburguesa en Los Pericos, a unos metros del edificio Finanzas.
-Bueno pues yo no lo he visto como en tres años-machacó otra vez la muy cabrona.
-Pero ya va a regresar...-dije y mordí mi hamburguesa con aros de cebolla, tocino, queso manchego y doble carne.
Munive seguía atento, quizá más a la hamburguesa que a nuestra conversación.

***

Abrí el celular.
Busqué el menú "Mensajes".
Con el puto dolor de mi orgullo tecleé.
"Adriana, te voy a tener que quedar mal.
Las cosas no van bien y no veo para cuando.
Quiero a ver a mi papá. ¿Será que ya se puede?".
Le dí "Enviar".
Suspiré.
Eran las once de la noche.
Estaba sentado en una banca del zócalo.
Veía dar vueltas a extranjeros.
Los locales enloquecían con una malla horrible de luces colocada en la fachada del Charlie Hall.
Yo veía al cielo. Pedía un milagro.
Abrí la libreta, la que hizo Normita.
Tiré letras en cuatro páginas, de corrido.
Con el chingado frío de diciembre a mis espaldas.
Y las nalgas aún más heladas gracias a la banca de metal.


***

Me pediste que te escribiera un libro.
No sé si  lo publique.
No sé si un día tenga futuro el texto.
No sé si tenga el valor.
Me pediste que te escribiera un libro.
Y te informo que ya estoy en eso.