martes, julio 19, 2011

IFE

“Me declaro oficialmente mudado”, le dije a Víctor.
No hay día en que no despierte y piense en ella. Así que tuve que llevarla conmigo.
Acomodé su retrato en el baúl que Tuss me regaló de alguna de sus mudanzas. La fotografía era de su credencial de elector. Recuerdo que un poco de Photoshop ayudó a quitar el desencanto provocado en la horrorosa imagen tomada por el IFE. La imagen, por cierto, fue tomada unos días después de que a mamá le avisaron que el cáncer ya estaba en su cuerpo. Recuerdo que corrió a los trámites urgentes por aquello del mentado seguro social. Entre ellos iba de cajón la credencial de elector que nunca le interesó tener. Solamente cuando le fue irremediable corrió al sitio y tomaron una fotografía donde, como siempre, lucían sus ojos tristes. Café claro. Ya colmados del miedo que le provocaba la enfermedad.
La fotografía es la única que me queda de mamá. La que más me gustaba, que ella misma arrancó de su título de modista (y que odiaba por mostrarle tremendamente ingenua a sus 17 años), me la robó mi tío José. A la muerte de mamá me quedé con ella. Algún día el tío la pidió para ampliarla y hasta la fecha no la he visto. Ni siquiera colgada en la sala de su casa en la colonia Azteca, donde solíamos ser vecinos.
Así que esta, la del IFE, es la única imagen que conservo.
Quizá, lo escribo sea a manera de un mea culpa pues la dejé olvidada cuando me ganó el amor y salí corriendo de la casa de Tolana. Ahora que cambio de dirección y que me mudo con Víctor lo primero que hice fue tomar el retrato.
Tomé el baúl. Metí en él todas las demás fotografías que conservo desde la primaria. Algunas de mi familia, mis hermanos. Mi padre. Mamá odiaba dejarse tomar fotografías. Odiaba a muerte la que le tomaron en su boda y cada que la veía colgada en la sala por puro gusto de mi padre, se daba de golpes en la pared. Aunque eso sí, la toleraba porque se veía el vestido de boda que ella misma se había confeccionado. Le encantaba. Estoy seguro que la fotografía la conservó a la vista solamente para presumir que portaba un conjunto hecho por ella misma.
Quién sabe qué habrá hecho papá con ese cuadro, por cierto. Adriana, la última esposa de mi padre (hasta ahora, pues), nunca tuvo problema de que el cuadro siguiera colgado hasta que se mudaron a su casa propia en Venta Grande.
Además de las fotografías al baúl también metí mi título profesional, algunos reconocimientos, igualmente la compilación de Mafalda regalada por Zeus en mi cumpleaños pasado. Agregué la última Rana René que mi madre me compró, hecha en fieltro. Puse igual ropa que aún usaba y terminé acomodando discos, películas, libros y objetos que considero esenciales. Cerré el baúl y Víctor me ayudó a llevarlo al auto. Dejaba la casa de Tolana que siempre me pareció un tanto fría a pesar de que tuvo potencial para llenarse de vida.
Dejamos el cofre aquél en el taller de Víctor. A la noche siguiente que hubo tiempo saqué una por una las cosas. Algunas sin uso tuvieron dueño de inmediato. Las importantes encontraron cabida en la que es mi habitación desde hace más de ocho meses. Y al final, ahí esperaba, al fondo del baúl la imagen de mi madre. Le limpié el polvo. Víctor le encontró un clavo sobre la escalinata de libros cercana a la ventana que da hacia la primera privada de Río Bravo. Colgué el retrato. Afiné la colocación para que se viera bien derecho. Me acosté en la cama. Y mi madre me observaba desde el flanco izquierdo.
“Sí. Ya me mudé”, le dije a Víctor.