martes, enero 26, 2010

Caldito de camarón (y un menyul) para el alma

Era viernes y yo debía estar en clase.
Cancelada de plano, de tajo, sin preocupación alguna.
La verdad es que mi cabeza estaba por estallarme.
Había amanecido con tremendo dolor...
Don Edmundo Velázquez, permítame presentarle a la señora Migraña.

En mi puta vida había sentido una punzada tan cabrona.
Y empezó desde el jueves. Caramba.
Salíamos del radio cuando Munive sugirió que fuéramos todos, toditos todos, por nuestros boletos para ir a ver a Muse en el Foro Sol.
Yo me apunté porque tiene rato que no me armo de una buena salida en manada con todos los gandules de la revista.
Resulta que cuando llegamos al Ticket Master me empezó una punzada.
Y puse, de inmediato, cara de Jack Nicholson en Las Brujas de Eastwick.
Sentía que me hacían brujería. Que Cher y compañía le clavaban alfileres a un Mundito de cera y vía satélite me llegaba el dolor en vivo y en directo.
“¡Pa’ su puta madre!”, pensó el marqués.
Nunca, insisto, nunca había sentido tal.
Nos fuimos por el obligado café y yo preferí echarme un tecito. “Yerbabuena, porfa”.
Y ya nomás escuchaba al Munive, al Bra y al Drodríguez echar desmadre.
Ni les entendía.
Les daba el avión.
Yo estaba nomás de puerco presente.
Mejor agarré mis chivas y me fui. Pedí taxi a mi casa.
Me tiré en la cama y apenas y me desperté para cumplir con los compromisos virtuales.
En la mañana Munive me contaba sobre la peda que se pusieron la noche anterior. Mi vida social había sido socavada por mi jaqueca.
En su cruda el buen Zeus sugirió como su tratamiento un caldito de El Paisa.
También un menyul.
“¿Qué madres es eso?”, pregunté.
Pero para cuando me estaban respondiendo ya tenía yo empinado el primer vaso jaibolero.
Sabía raro. Curioso. Yerbabuena macerada y una rodaja de naranja nadaban ahí en esa mezcla de anís, ron y quién sabe qué más.
Me había chingado mi primer menyul.
Y el dolor de cabeza terminó.
Vino un segundo que me puso borracho.
Pero el tercero, de regla, vino a recomponerme.
Eran las dos de la tarde del viernes y yo ya estaba entablado.
A veces creo que el mejor estado del hombre es el estado alcohólico.
Ahora nomás espero que la migraña no vuelva.
Y si vuelve, pues, ¡salud!

lunes, enero 18, 2010

Diego lo dijo. Así sencillamente:
“Usted escriba algo. Defínase. A partir de eso yo me malviajo”.
Y heme aquí.
Tratando de explicarme.
Buena pregunta…
¿Cómo madres me defino?
Si lo colocara por puntos creo que primero soy un cúmulo de miedos que no se dejan escapar de mi cabeza.
Como si mil bestias habitaran allá adentro, en ese ilógico lugar que es mi mente.
Es curioso porque mis miedos, mis temores, mis perspectivas, las más catastróficas, conviven en armonía con mis ideas, mis proyectos, mis mejores esperanzas.
Se llevan bien y viven todos los días entre ellos.
Enlazados, aderezando mi existencia.
La cabeza, no sé porqué, la tengo conectada al estómago.
Debo admitir que mi rabia y bilis pueden más en muchas ocasiones.
Pero ese mismo estómago me ha servido de inspiración.
Si me defino tengo que empezar con eso, además de ser sistemático en muchas ocasiones, suelo ser visceral.
Sonará contradictorio pero armo planes por meses en mi mente, que luego son empujados por mi estómago, por un mal rato, por un momento de ira, por un segundo de valentía.
Y me han salido bien.
Aunque no lo crea yo después.
Mi mente maquina, provoca la proyección de lo que quiero.
Pero mi estómago me lleva a hacer las cosas.
Será que se dividen la chamba porque en mi cerebro hay un montón de recuerdos ya. Es como si mi disco duro comenzara a llenarse.
Y eso que apenas tengo la información promedio de una persona de 27 años.
Entre esa maraña de recuerdos el que más pesa es la muerte de mi madre. Llevo años de luto. Un psicólogo bien podría decir que nomás no lo supero.
Lo cierto es que yo creo, que eso no se supera, se vive día a día, por tanto se sobrevive.
Hay días en los que despierto añorando el sabor de su comida, el aroma de su perfume, el sonido de su risa.
Caramba, pasa el tiempo y no dejo de extrañar a Doña Emma.
Quizá de ella proviene mi inquietud artística, frustrada y todo.
Era modista.
De niño tomaba sus patrones hechos en ese delgado papel unido por alfileres. Ahí hice mis primeros borrones, mis primeros rayones. La vi tardes enteras trabajando. Sin descanso, solamente se sentaba, servía café en su taza y desde un banco veía su obra terminada. Algún vestido de novia, o alguna copia de Channel hecha por encargo de alguna niña wanabe de Necaxa.
De papá recuerdo lo mismo.
Llegando cansado de la planta de Necaxa, o de la subestación El Salto.
Dedicó así 35 años de su vida a Luz y Fuerza, compañía que le dieron el cerrojazo el 10 de octubre del 2009.
Papá alcanzó a jubilarse años antes de la muerte de mamá y tuvo tiempo suficiente para regalarse las infidelidades que quiso. Estuvieron a punto del divorcio, solamente se paró cuando el doctor les informó a ambos que mamá tenía cáncer cérvico-uterino, muy avanzado y que había que hacer algo.
Esa fue la única vez que mamá no tuvo ganas de trabajar. Cuando le avisaron del cáncer dejó de hacer diseños y confeccionar atuendos.
Quizá esa pasión incansable de ambos es la que provoca otra de las cosas que me definen: soy adicto a la chamba.
Ese ejemplo me dejaron.
A no temerle a dos cosas, a la muerte y al trabajo.
Papá vive ahora casado con otra mujer que lo cuida y que hemos aceptado en la familia. Pero nadie como mi madre.
Cuando mamá murió, mi padre decidió deshacerse de la casa donde crecimos sus cinco hijos. Rompió con todo y se compró un terreno donde afincó un microrancho perdido en la sierra norte.
El pueblo se llama Venta Grande.
Yo lo aborrezco porque en verano el polvo hace más insoportable el calor y en invierno el frío cala en los huesos.
Apenas papá llamó para decirme que lo quiere vender, ya no soporta el clima a sus casi 59 años.
Parte de mi ritmo de vida es también definido por eso.
Si me muero mañana quiero que haya vivido cuanto haya podido.
Si me detectara una enfermedad terminal no haría nada para defender mi cuerpo.
Que dé lo que tenga que dar, que me muera, pero bien vivido.
Y bueno, como en algún día se me iba la vida dejando en el papel mis garabatos, hoy pasa exactamente igual, pero dejando letras.
No puedo vivir un día sin escribir. Eso creo que es lo que más me define. En la agenda. En una servilleta, en la lap. Para la revista, para mí o la agencia de noticias.
Para quien sea.
Pero escribir es mi vida.
No sé a dónde me lleven las letras.
Pero siento que voy en buen camino.
Lo que siento que no va en buen camino es mi corazón.
Sentimentalmente soy un asco.
A veces siento que no tengo algo allá adentro del pecho. Por eso me encanta igual El Mago de Oz y toda esa parafernalia que ha provocado desde su publicación a inicios del siglo XX.
Frank Baum no se habría imaginado que realmente en este mundo hubiera quién se sintiera como el hombre de hojalata. Realmente hay quienes nos sentimos vacíos, fríos. Así. Sin nada dentro del pecho.
No quiero aburrir con este texto, eso es lo que menos buscaría. Así que mejor corto aquí mis autodefinición.
Bastante material tendrá ya don Diego.
Espero que quede chido.

viernes, enero 08, 2010

Tarde fría de enero

Será que tengo la piel delgadita.
Porque viniendo de donde vengo, y habiendo crecido acostumbrado al frío, a la lluvia pertinaz, a los grados bajos que calan en los huesos, resulta raro que últimamente me sienta abatido por el clima.
El clima motelero. El ánimo de pueblo quieto en la ciudad. La gente abrigada y otros tantos corriendo bajo la lluvia me hicieron retomar la atmósfera de ese Necaxa que tuve de niño.
Hoy mi tierra se me vino a la mente.
De aquél pueblo donde, cuenta la leyenda, nacieron los Rayos del Necaxa, no recuerdo día perfecto.
Siempre fue extremo.
Con sol a todo lo que daba. O con una temperatura de muertos.
De niño vi pasar días completos de aguanieve. Días en que no se veía el sol y la lluvia no dejaba de caer.
Me tocó jugar en la nevada del 89. Aquella que jodió el negocio cafetalero, la milpa y el frijol que se esperaba para marzo.
El abrigo algunos ni lo conocían. Los niños del cerro (como el populacho les decía a los más pequeños habitantes de Necaxaltépetl) se la pasaban con sus huarachitos. Si bien les iba un suéter tendrían. Si no, pues no dejaban de correrles las velas de mocos y tosían sin parar. Las niñas, que desde los nueve o diez años ya se empleaban como ayudantes de cocina o empleadas domésticas, siempre con su enagua y su huipil. Un sarape era la gloria para ellas.
Aquellos con más suerte, los hijos de la Luz, de trabajadores de la hoy extinta Compañía de Luz y Fuerza, no tenían qué temer. Algunos presumían la chamarra de la compañía. Con lana y de mezclilla. Los logotipos del rayo en el hombre pecho y espalda. Y mínimo un suéter más para la escuela. Uno que hasta combinara con el azul marino oficial de la escuela Artículo 123 Obrero Mundial (sí, así de largo el nombre de la institución).
Qué curioso.
Yo acá quejándome del frío en la ciudad, y allá en la sierra andan a 3 grados, al menos.
Allá muchos de mis compañeros de la primaria, conocidos, primos cercanos o lejanos y demás, están con su invierno más frío.
Un invierno en el desempleo.

martes, enero 05, 2010

El evangelio según San Chicharrón

“A todos los gays deberían de ponerlos en fila. Y luego, ¡fusilarlos!”, dijo papá.
Yo me quedaba callado.
Él solamente me veía de reojo.
No sé.
A veces me da risa.
A veces mejor me quedo callado.
Papá es así.
Contradictorio.
Duro.
Orgulloso.
Apaleado por la vida.
Impredecible.
Inquebrantable, por lo menos a la vista de sus hijos.
La sierra estaba casi a a dos grados centigrados.
Pero a veces siento que el corazón de papá está congelado.