lunes, enero 23, 2012

Feliz cumpleaños

Sería un verano.
De 1990 o 1992.
No recuerdo.
Pero yo rondaba los 9 años.
Bien sé que era verano porque en la Sierra todas las casas en esas épocas (previas al marcado cambio climático) se convertían en verdaderos hornos. Cuando niño no veía la hora para jugar con los vecinos, tomar globos, rellenarlos de agua, usar la manguera como arma o esperar a que le compraran una bazooka con tanque para mojar a los amigos. Tuve amigos, contados, contadísimos. A diferencia de Poncho, mi hermano, quien se llevaba con toda la colonia. No se le veía ni el polvo cuando lo buscaban para andar en bicicleta. En ocasiones me quedaba sin amigos cuando “El Chino” se iba de vacaciones a algún destino exótico, o David se iba al DF, o a Puebla con su papá, don Luis Diego.
Entonces no quedaba más que encerrarme en casa. Si el calor lo ameritaba rogaba porque mi madre me dejara llevar la portavianda hasta al trabajo de papá.
Sí, tendría yo aproximadamente nueve años cuando por fin me confió la tarea ya que Alfonso no aparecía y seguía con los amigotes en algún punto del pueblo, quizá echándose una paleta de uva en el negocio que tenían los Montes de Oca en el mero zocalito de Necaxa. Quizá andaba de malora en alguna huerta comiéndose alguna fruta de temporada y asaltando capulines con su bola de cuates.
Entonces aparecía Mundito como el salvador de la tarde.
Papá tenía que comer y mi madre no había pasado en balde horas preparando el lunch, echando tortillas, haciendo taquitos de algún guisado. Abriendo una servilleta de algodón bordada para que la comida no perdiera el calor y guardara un poco de ese sudor que le da otro toque. Un Tupperware grande repleto de taquitos de guisado. Uno más con sopa, otro con frijoles. Papá era exigente y además a veces sufría miradas de lástima de sus chalanes o de los compañeros del trabajo, así que mamá prevenía y ponía de más siempre. Total no pasaba de que sobraran uno o dos y nosotros, al regreso, asaltáramos lo que quedaba en la portavianda.
Total, la comida no pesaba tanto. Emma podía mandar a Mundo por una caminata de casi media hora hasta el malacate. Primero uno debía de caminar hasta El Salto, aunque años después pondrían un puente colgante que también usábamos para retos con los patines en línea.
La subestación El Salto era la construcción más ubicada antes de que la mancha urbana comenzara a esparcirse.
Uno cruzaba por lo que conocíamos como Salto Chico. Entre lo verde de la maleza uno encontraba las verdeas para ubicar las escaleras que comunicaban una pequeña colonia de trabajadores. Un conjunto de menos de 20 casas construidas igual que el Campamento La Mesa y la colonia Morelos, con cierta tendencia construcciones norteamericanas dejadas por los primeros constructores del sistema hidroeléctrico que data de inicios de siglo XX. Tras salto chico uno corría por ese sendero escalonado con baldosas exclusivamente construidas para que los empleados llegaran a la entrada al malacate. Donde bajaban varios metros de profundidad hasta la Planta Hidroeléctrica de Necaxa. Ahí me quedaba yo.
A veces se tocaba un cable, para que, metros adelante escucharan que habían llegado a dejar la comida. El carrito subía, esperaba a las esposas o hijos que dejaban la comida y regresaba hacia los empleados. Hasta ahí estaba permitido llegar como menor de edad sin supervisión.
“A fulano le mandaron tortas. Su esposa es una huevona”, decía papá al regreso a casa. Lo mejor visto era enviar un guisado, sus tortillas, sopa, y frijoles aparte. Aunque algunas amas de casa perdían lo bien hecho conforme pasaban los años, según criticaba mi papá.
Recuerdo que en una ocasión alguno de los compañeros cercanos a mi padre me reconoció. “¿Tú eres hijo del Chicharrón? ¿Verdad?”. Asentí con la cabeza. Él hizo una seña para que subiera con el resto al malacate. Me indicaron que no subiera la cabeza. Y bajamos en el carrito. En la piel se sentía el fresco de bajar metros y metros. Resplandecía el agua filtrándose entre el musgo y la añeja construcción. Y también destellaban algunos de los ojos de murciélagos trasnochados. En cuestión de cinco minutos la luz del túnel enceguecía, señal de que llegábamos a la planta. Ahí papá, casualmente, estaba haciendo alguna maniobra, a las afueras de la planta y con el sonido detrás de las turbinas alimentándose por todo el afluente proveniente de las caídas de agua.
“¿Y ora tú? ¿Qué haces aquí?”, recuerdo que preguntó. Papá estaba sorprendido. Su retoño había tenido curiosidad ese verano por saber cómo era su trabajo. Tomó el teléfono en la estación y avisó a mi madre que ahí me quedaría el resto de esa calurosa tarde. Ese día me impresioné por el tamaño de las turbinas. Me sentía en una de esas estaciones defendidas por Mazinger Z. Jugaba a que en cualquier momento llegaría algún monstruo enviado por el Varón Ashler. Fue una buena tarde. Creo que recuerdo pocos eventos en los que papá habría sonreído así.
Cada vez fueron menos con el tiempo.
Y ahora, aún más carentes son.
Creo que prefiero recordarlo así, hoy que cumple 61 años.

***
He de admitir que tengo una memoria pésima cuando se trata exclusivamente de cumpleaños.
Y casualmente suelo recordar, bien y a ciencia cierta, muy pocos. Uno de ellos uno es el de mi padre.
Hoy no puedo tomar el teléfono y llamar para felicitarle.
Llevo, si las cuentas no me salen mal, más de un año sin saber de él.
Okey, él tampoco quiere saber mucho de mí.
Feliz cumpleaños, papá