martes, julio 31, 2012

Sin despedida

Hace más de dos años lo hablamos.
Algo me temía.
Temía estar tan cerca y no poder un día siquiera saludarlo.
Siquiera irle a dar el abrazo que le debía.
Havot me tuvo la confianza suficiente para decirme el resultado de los exámenes clínicos que nunca pensó tener en sus manos.
Serian las once de una noche de febrero, quizá.
Hacia un frío endemoniado en el departamento de Condominios
Oasis donde viví por más de un año.
Aún así me oponía a abandonar la barra de la cocina.
Ahí la lap, la taza de café y los pendientes de la oficina me hacían compañía.
Y de repente, a horas inusuales para la charla de Messenger con Havot, él me abrió ventana.
"Hola señor", me dijo. Pensé, que como era usual entre nosotros, la charla arrancaría con la disculpa de siempre: "No he podido ir a Querétaro, no se enoje conmigo. Un día voy a tener más tiempo y corriendo agarro el bus. Nomas pido vacaciones. Usted, aguante".
Así no empezó esa charla.
Esta fue distinta.
"Hola, cómo anda, joven", le respondí.
"Mal, medio achicopalado".
Después vinieron las malas nuevas.
Yo me solté a llorar.
No supe qué decirle.
No supe qué hacer.
Como imbécil me solté en llanto frente
a la computadora. Y él me pidió tranquilidad.
Tranquilidad y que lo visitara cuando pudiera. Me dijo que me quería, que por eso me contaba. Que me tenía confianza, cariño. Esas noches del Pata Negra en la Condesa con él aún las recuerdo.
Tiempo atrás le había visitado en el DF. El vino un par de ocasiones y después nunca nos volvimos a ver.
Desde hace unos días ese sudor frío que avecina a la confirmación de pésimos augurios no me soltó.
El muro de su Facebook con su información oficial quedó marchito desde meses atrás. Tenía dos. En uno de ellos pocas veces hablamos y al parecer no lo tenía dado de alta.
En el segundo muro, después de su cumpleaños aparecieron mensajes de "Recupérate pronto".
Ahora hay mensajes que dicen "Descanse en paz".
Yo nunca pude darme espacio.
Nunca fui para darle ese abrazo que aun le debo.
Nunca pude darle mi solidaridad, frente a frente.
No pude despedirme.
Me siento fatal.

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*La foto fue tomada la noche de un 15 de septiembre del 2006. Havot me acompañó a reportear el aparato de seguridad en la ceremonia oficial.

martes, julio 10, 2012

Ocurrió en "La Coronela"

Miriam venía de un par de descalabros emocionales.

Su alma pedía esquina tras los desfalcos que el corazón le había provocado.
Dejó a Rodrigo encargado de mi padre y corrió para Puebla, donde a su hermano menor no le había ido del todo mal.
Se hospedó unos días con él y después se animó a rentar un pequeño departamento adaptado en una casona de la 2 Norte. La casa, de estética porfiriana por fuera había sido vilipendiada por el mal gusto de sus propietarios. Le habían hecho un cuarto piso de concreto que se cayó en el temblor del ’99. Pero el resto de la casona estaba intacta. Nunca más se le volvió a construir nada.
La casa era protegida por una obesa portera con cuerpo y actitud de Java The Hutt que husmeaba a cada vecino y esperaba inquieta por quien cruzara el portón para medirlo con inquisidora mirada. Miriam tomó un departamento ahí. Lo rentó ella sola y a como pudo vino a instalarse con una mesa redonda de plástico, pocos muebles y una estufa y refrigerador.
Se adaptó rápido a Puebla.
Y eso en parte se lo debió a una persona, doña Rosa.
Antes de pasar por la esquina de las 10 Poniente y la 2 Norte podía oler la comida de doña Rosa.
La señora de no más de cincuenta años estaba siempre cocinando en uno de los dos locales frontales que se habían adaptado en los que fuera antes el recibidor de la Casa Hagenbeck. Ahí a doña Rosa su consuegra le rentaba el espacio a buen precio. Con su hijo Mario y su nuera Mary se encargaban de administrar el local. Miriam un día pasó por ahí, saludó, comió su comida corrida y se fue. El local, de nombre comercial “La Coronela”, estaba adornado con cuadros de la revolución, fotografías viejas de conocidos e incluso la ampliación de la imagen del toro Pajarito, ese que salió volando por encima de las gradas de la Plaza México. Entre las imágenes Doña Rosa tenía colgada la fotografía de un joven, ‘El Pelao’, como le decían a su marido cuando recién se conocieron. Miriam tuvo esa sensación de tranquilidad cada que regresaba a la 2 Norte de sus primeros días de búsqueda de trabajo. Estaba ya harta de ver que el panorama para el oficio de educadora nomás no era muy distinto en Puebla.
Al correr de los meses Miriam ya saludaba y se había vuelto parte del paisaje en “La Coronela”. Llegar a probar la sopa de doña Rosa era un alivio. Se sentaba y la señora le recordaba a su madre. Por el tono desparpajado en la plática, porque no dejaba de comentar las noticias, porque atendía mil cosas a la vez todas con una atención impecable. Un día de tantos la señora tuvo el atrevimiento, como ella misma decía, de presentarle a Oscar, su hijo el de en medio. Hasta la fecha están juntos.

***

Miriam me marcó muy temprano.
Su suegra había fallecido.
Doña Rosa había tenido una recaída con el cáncer que le aquejó mucho tiempo, como le pasó nuestra propia madre.
Miriam se soltó a llorar en el teléfono.
“Te toca ser fuerte, carnala”, le dije. “Ya estuvimos ahí alguna vez.”
No pudo. Siguió llorando.
“Óscar está más tranquilo. Anoche la vio muy mal. Ya pedía que descansara”.
Hoy velan a doña Rosa en Valle de los Ángeles.
Y hoy no tuve más ganas que escribir sobre de ella.
Me enfundé ese luto que ya tan ensayado tengo.
De la señora no tengo en la memoria más que sonrisas, bromas y chistes.
Creo que cero problemas. O muy pocos.
Una plática fluida, una apasionada de sus telenovelas y hasta del noticiero de López Díaz.
En la memoria tengo sus anécdotas de su arraigo en Puebla a pesar de haber venido del Estado de México. En la memoria tengo su orgullo por ser la hija de un charcutero. No puedo evitar que me afecte. Doña Rosa fue para mi hermana una segunda madre. Para mí la seguridad de que ella estaba bien cuidada y de que no le quitaban el ojo de encima.
De que, en efecto, tenía una segunda madre acá en Puebla y por obra y gracia de la casualidad era doña Rosa.

***

Quisiera que el luto no fuera mío.
Quisiera hacer como que no me duele.
Quisiera no asistir al velorio.
Pero tengo una ansiedad media loca.
Y no se la debo al expreso de la mañana, ni al café americano de la tarde.
La ansiedad se la debo a un luto.
Este luto que parece ya ensayado.

lunes, julio 02, 2012

Yo, oposición


Soy la sangre dentro de tus venas,
soy un pedazo de tierra que vale la pena.
soy una canasta con frijoles ,
soy Maradona contra Inglaterra anotándote dos goles.
Calle 13 / Latinoamérica

Creo que nací oposición.
Mi padre me obligó cuando quiso abortarme.
Mi suerte fue esa.
El señor ya tenía ya cuatro hijos. Y, por lo que entendí, apenas y dominaba los anticonceptivos.

-¿De dónde voy a sacar para mantener al quinto?- se preguntaba.
-Si saliste muy machito para hacerlo, tendrás que ser muy machito para mantenerlo-le dijo la abuela.

(Lástima que nunca conocí a mi abuela para agradecerle sus palabras.)
Mi madre quizá observaba espantada, seguramente, aun preguntándose porqué el profiláctico no había funcionado.
Ay Dios.
Esa era la lógica básica que la educación sexual en los 80’s se regalaba a la clase obrera.
Papá incluso fue a buscar al ginecólogo.
Y el matasanos, apenado porque sus pacientes no habían dado al clavo al clavar, ofreció el legrado free charge. Vaya, que no les costaría ni un peso sacar al chamaco.
Ahí mi madre comenzó a poner resistencia.
Meses después salí del vientre de mi madre antes de lo estipulado, como buen contreras.
Años después, ya crecidito, me di cuenta que era homosexual.
Y ahí entendí también que le declaraba la guerra a mi padre sin siquiera proponérmelo
Como no iba a ganar, ni siquiera un poco de aceptación, sabía que tenía que irme.
Creo que en mi propia casa, en mi propia familia me di cuenta que era contraparte.
Que nacía oposición por venir sin pedirlo.
Que crecía oposición por ser yo.
Que me tocaba ser distinto.
Que me tocaba ser quien quisiera yo.