lunes, diciembre 17, 2012

Ya estuve ahí


Pedí un café.
Ocho de la noche. Italian Coffee de Plaza Xilotzingo.
En la terraza hace un frío que cala y yo me siento ahí esperando robar un cigarro a algún desconocido.
(Sí, volví a fumar, no lo digo con mucho orgullo)
Tomé la tableta. Busqué un PDF.
Hacía años que tenía entre pendientes Pixie en los Suburbios de Ruy Xoconostle.
Horas más tarde me tendía en uno de los sillones rojos de Selene (rojos, ¿o naranjas? No tengo puta idea).
Me chuté 197 páginas seguidas y me queda la mitad del libro.
La verdad es que suspendí lectura porque no quiero acabarlo así en fast track.
(En depresión me vuelvo lector veloz)
Entré en una especie de paranoia.
Yo igual tengo mi Pixie, y mi Midget.
En mi caso tuve un Miguel Ángel*. Que fue Miguel y Ángel. 
Miguel resultó que recién se descubrió. Estaba sentado, con una cerveza en mano.
Miguel de hecho me tomó el amante en turno.
De hecho, creo que primero conocí a Miguel.
Él fue quien abrió la agenda para que me convirtiera en el Mr. Miércoles de esa semana. Justo entre Mr. Martes y Mr. Jueves.
Lo curioso es que Miguel volvió un viernes y se convirtió en Ángel.
Me dio una bendita muestra de misericordia. Y se mostró vehemente, se mostró dócil y tranquilo. ávido de conocerme más allá de las sabanas. Horneaba galletas, leía conmigo. Era el mejor compañero de viaje. El mejor guía explorando lugares que bien conocía, o provocando eventos y situaciones. Usualmente que terminaban marcando esos días.
Miguel era otra cosa.
Miguel emergía desde varios puntos, solía ser muy sociable, también solía no tener ni pudor ni miedo. Siento que a veces se apoderaba él del volante del auto y esa distinción de agresividad y osadía eran las que lo movían por las calles, sin temor, socarrón, altivo.
No lo noté.
Salió poco a poco, tomó y ganó terreno. Miguel era represor, impositivo, exagerado, necio, controlador, asfixiante. Se cubría en una falsa modestia, sonreía con malicia, tenía avaricia en los ojos.
Pensé que había sido una sola persona ante quien rendí el ego y cedí hasta no tener nada para mí.
No fue así.
Suficiente dosis de esquizofrenia le inyecté a mi vida.
Es curioso, pero desde hace rato sé que Midget y Pixie son la misma.
Aún no llego a la parte del libro que pueda revelarlo.
Pero me suena que va por ahí.
Me suena que ya estuve ahí.



_______
*Usé un nombre compuesto cualquiera. No se espanten. Nunca he andado con un Miguel Ángel.

jueves, diciembre 06, 2012

De los zapatos rojos


Pues quesque ando en curso de Periodismo Literario.
Lo imparte Fernanda Melchor.
Conocerla ha sido lo más refrescante de estos últimos días del 2012 que, bendito Dios, ya se acaba.
Recién nos dejó un ejercicio que me recordó horriblemente al profesor José de León, que me daba español en la secundaria.
Ese profe era como una especie de crush para mi, que en ese entonces andaba en el kindergarden de la homosexualidad.
Usaba jeans algo justos, suéteres holgados. Tenía una sonrisa espectacular. Era de una tez morena que llevaba con orgullo.
Sus ejercicios eran "Los cuentos inacabados". Sepa de dónde los sacaba, pero eran bien pirados.
Fernanda, años después, vino a recordarme los ejercicios de ese profe.
Para el taller tuvimos que escribir sobre basados en la frase: "Hay unos zapatos rojos tirados en medio de la calle".
Aquí está el texto que le mandé.
No sé porqué lo subo aquí, pero pues ahí está.

***

Hay unos zapatos rojos  tirados en medio de la calle.
Solían ser cómodos para la chinga diaria. Solían ser los favoritos de Licha para recorrer las calles al trabajar, le combinaban con esa casaca naranja tan distintiva de las barrenderas  de Puebla.
Solían ser color camello pero se tiñeron escarlata tras el aventón que a  Licha le dio un camión de la ruta Galgos del Sur.
Bueno, no fue un aventón, precisamente.
Más bien el autobús la machacó a lo largo de tres calles, arrastró su cuerpo convirtiéndola en un grabado de tonos que iban del rosa al escarlata, con textura de carnitas, con aroma dulzón de pan horneado, trozos de piel y hueso que parecían aún palpitar a lo largo de 300 metros.
Un tatuaje sobre la calle 9 Sur. En eso se convirtió Alicia.
Son las dos de la tarde de un martes de julio. Corre el año 2008. Puebla, que pareciera una bombonera de atmósferas, ese día hierve entre los sudores de agentes del ministeri.
Los agentes caminan con cinta métrica en mano. Tapabocas y algo de frialdad puede verse en sus rostros. Van contando fríamente lo que encuentran. Como si guardaran las piezas de un rompecabezas toman trozos de la mujer para guardarlo en bolsas Ziploc. Ya cargan más de diez entre las manos.
"13 metros, trozo de... ¿oreja?", dice un agente y voltea a ver a su compañero.
El segundo lo anota.
"13 metros con 40 centímetros, trozo de tela, al parecer parte de un brasier", dice otra vez el agente. Vuelve a buscar con la mirada al compañero.
El segundo lo anota.
"13 metros con 45 centímetros, hueso y al parecer piel".
El segundo lo anota.
"14 metros... Parte de la dentadura..."
El segundo lo anota.
Los fotógrafos de nota roja no saben ni cómo fotografiar la escena.
Cadáver no hay.
Quedó repartido a lo largo de la calle que a esa altura se vuelve un bazar de artículos para santeros.
Los fotógrafos buscan ángulos, no saben qué hacer.
Suben a los balcones y prefieren tomar una perspectiva de la calle, del sanguinolento rastro de Alicia, de, bullicio que provoca la escena, los mirones, los agentes, el auto del Servicio Médico Forense, lo aparatoso de un momento, el suspiro de una ciudad que ve caer a otro más de sus hijos, como cada tarde.
La escena es complicada, de la mujer solamente quedó el rastro, el camión se quedó detenido cuadras adelante y el chofer escapó.
De Alicia se sabe que era naranjita, que le tocaba limpiar en la 9 Sur y había dejado escoba y bote rodante de basura a un costado, que el destino la alcanzó en forma de autobús, que sus compañeras la vieron fundirse con el adoquinado. Que de ella lo más completo que quedó fueron sus gastados zapatos color camello teñidos del rojo de su sangre.
Los agentes siguen su trabajo, los fotógrafos toman sus placas, los mirones ahí siguen.
"24 metros con 18 centímetros... Zapato izquierdo color... ¿rojo?", dice el emepé.
El segundo lo vuelve a anotar.
De Alicia quedó tanto y nada a la vez.
Lo único que conserva forma son sus zapatos.
Hay unos zapatos rojos tirados en medio de la calle.

Te informo



I can play Uncle Jesse
U can be Mary Kate
We can be a happy family
San Fran / Kids of 88 


-¿Oye? ¿Y no has visto a Mundo?-me abordó sutil y serena, así como suele machacar a la gente, la pinche Selene.
-No, no lo he visto. No lo encuentro-le dije.
Munive solamente se quedó callado. Como que abrió de más los ojos pero fue prudente para poner atención al sainete entre hermanitos.
Cuando nos acordamos que el hambre existe eran las nueve de la noche y habíamos salido de Central por algo para llenar la panza.
Comíamos una hamburguesa en Los Pericos, a unos metros del edificio Finanzas.
-Bueno pues yo no lo he visto como en tres años-machacó otra vez la muy cabrona.
-Pero ya va a regresar...-dije y mordí mi hamburguesa con aros de cebolla, tocino, queso manchego y doble carne.
Munive seguía atento, quizá más a la hamburguesa que a nuestra conversación.

***

Abrí el celular.
Busqué el menú "Mensajes".
Con el puto dolor de mi orgullo tecleé.
"Adriana, te voy a tener que quedar mal.
Las cosas no van bien y no veo para cuando.
Quiero a ver a mi papá. ¿Será que ya se puede?".
Le dí "Enviar".
Suspiré.
Eran las once de la noche.
Estaba sentado en una banca del zócalo.
Veía dar vueltas a extranjeros.
Los locales enloquecían con una malla horrible de luces colocada en la fachada del Charlie Hall.
Yo veía al cielo. Pedía un milagro.
Abrí la libreta, la que hizo Normita.
Tiré letras en cuatro páginas, de corrido.
Con el chingado frío de diciembre a mis espaldas.
Y las nalgas aún más heladas gracias a la banca de metal.


***

Me pediste que te escribiera un libro.
No sé si  lo publique.
No sé si un día tenga futuro el texto.
No sé si tenga el valor.
Me pediste que te escribiera un libro.
Y te informo que ya estoy en eso.

miércoles, octubre 24, 2012

Llorando se fue

El repique de las campanas de las diez de la mañana se mezcla con una tonada guapachosa.

La recuerdo porque la primera vez que la escuché fue en Siempre en Domingo.
No había de otra. La televisión mexicana se sumía en el amo de las estrellas y todo su circo de variedades dominicales.
La gente aclamaba.
Garibaldi, Maná, Magneto, llámenle como quieran, había chascos semana con semana que el mexicano promedio aplaudía.
Y uno que otro suceso internacional se colaba entre corte y corte. Así ocurrió con Madonna y su “Like a prayer”. El video era “estreno mundial”, como presumía don Raúl Velasco, quien puso una cara que nomás decía “¡En la madre!” cuando el video acabó y mandó a corte de manera abrupta. “Aún hay más” dijo con su ademán conocido y la cara roja, no se si de molestia o de pena por la cagotiza que le fueran a dejar caer sus jefes por pasar tremendo sacrilegio de la reina del pop fajándose a un San Martín de Porres.
Pero la tonada que se confundió entre las campanas del Centro Histórico tiene otra anécdota.
Y obedece a otro ritmo que sacudió años atrás la vida de más de dos.
No me pregunten, porqué veíamos la televisión abierta. Insisto, no había de otra.
Para las generaciones actuales el descubrimiento de música implica más sumirse en el internet, ubicar blogs de descarga de música de verdaderos melómanos, ver la recomendación del amigo ubicado en otro extremo del globo, etcétera. Las posibilidades hoy son infinitas.
Pero, sin sonar al viejito que habla con ritmo lento o como lo deje la dentadura postiza, las cosas no siempre fueron así de maravillosas.
Para la década de los noventas, los noventas tempranos dirían, el éxito del video ya era necesario entre cortinillas. Madonna, Michael Jackson, Paula Abdul, eran típicos ya. Y don Raúl Velasco no dejaba de decir que eran exclusivas, estrenos mundiales, grandes panaceas de la imagen. En fin, un día comenzó otro video de tantos.
Y ahí escuche la tonada que se confundía con el repique de campanas la mañana de hoy.
“Chorando se foi quem um dia so me fez chorar…”, cantaba una mulata en la playa. Sonaba brasileiro, desconocido para ese entonces, decían que era mezcla de merengue y samba. La arena, el sol, el ritmo, dos niños bailando con una sensualidad que llamaba a la atención a algunos, escandalizaba a otros y enternecía a más.
“¡Mira! ¡Los niños! ¡Qué bonito bailan!”, gritó mi madre sin poner contenerse.
“¿Qué cómo se llama el ritmo?”, preguntaba Raúl Velasco desde la caja idiota. “Ah, ¡se llama lambada!”.
Ahí arrancó una feria de locura para los recién iniciados en la mentada lambada. El ritmo subió y bajó, se aprendía a bailar, o la bailaban como pudieran, los niños del video enternecían con la historia de amor, y simplemente el “Llorando se fue” no dejó de sonar por un buen rato.
Fue la primera vez que me tocó escuchar cómo se repetía hasta el hartazgo un tema.
Cómo era una gloria recién descubierto pero con la vulgaridad de las constantes reproducciones se volvía algo indeseable.
Esos temas -“éxitos del verano” dirían los españoles- son precisamente los que nos han programado me año tras año. El one hit wonder.
Hoy, décadas después, ese tema inicialmente hecho como cumbia andina, me sorprendía tempranito.
Un camión de construcción levantaba lajas de la 7 Poniente. Una vez arriba el material el chofer maniobraba para entrar en circulación.
En la reversa vino la gloriosa estrofa del “Chorando se foi”.
Y me vino de inmediato, entre el repique de campanas de las diez de la mañana, el recuerdo de mi casa. Mi madre maravillada con los niños bailadores de Lambada, la música del star system, los domingos pegados a la tele y una infancia que, también, llorando se fue.

sábado, octubre 13, 2012

Dormir tranquilo

No one’s gonna take me alive
The time has come to make things right
You and I must fight for our rights
You and I must fight to survive
Muse / Knights of Cydonia


 
Creo que la lealtad (para algunos) es un mal que hay que erradicar en estos tiempos donde vale más un peso que una amistad.
Me cuento entre los que no piensan así.
De lo contrario, no dormiría tranquilo.
Así soy.
Ni modo.
Hay quienes no.
Ser el perro de las dos tortas y quedarse ni con una ni con otra simplemente no ve ma.
No soy así.
Dormiré tranquilo.
¿Tú duermes tranquilo?

sábado, septiembre 29, 2012

Polaroid de adrenalina

So I put my faith in something I know,
I’m living on such sweet nothing,
But I’m trying to hope with nothing to hope,
I'm living on such sweet nothing.
And it’s hard to love
(And it’s hard to love)
When you’re giving me such sweet nothing
Sweet nothing / Calvin Harris feat. Florence Welch

  “A un niño le gritan: ‘¡Te vas a caer!’. Y provocan que de inicio se reprima hasta el solo hecho de respirar”, dijo Blanca Patricia en un curso sobre cómo sanar nuestro cuerpo.
A raíz de cómo nos provocamos enfermedades es que explicaban esto.
Y le creo.

***

Entré a Profética.
El espacio se convertía en sala de una exposición.
Material fotográfico de citadinos en bicicleta.
Yo me quedé como en shock.
Buscaba a Munive. Y no estaba ahí.
En vez me encontré a José Luis Escalera, el propietario y único poseedor de una librería en todo el centro histórico de Puebla.
Alguien criticado por aquellos que abren hoteles boutiques y bares en el primer cuadro de la Angelópolis.
“Edmundo, mira, ¿te gusta la exposición?”, me dijo Escalera. Yo estaba aturdido. Comencé a sudar frío.
Respondí afirmativamente. “Está muy padre. Muy buenas imágenes”.
De repente me vino el trauma.
“Yo no sé andar en bicicleta”, admití con pena.
“Deberías. Toma una, anda en un parque. Luego practicas y te avientas a la calle”, dijo José Luis.
Dios bendito.
Suena tan fácil.
¿Por qué me da tanto terror?

***

Recuerdo el viento fresco en la presa de Tenango.
Un sábado por la tarde.
Papá había escogido la fecha y el lugar.
Tenía que enseñarme algo.
El dique se dibujaba perfecto. Bajaba hasta casi el fondo de la presa. Era un verano. Y había un cielo azul.
Yo rondaba los ocho años.
Papá compró una Bimex azul. La sacó de la cajuela.
Y ahí me la entregó.
Nuevecita, para mí.
Brillaba lo plateado del manubrio.
Pero, mi padre no quiso que usara ruedas entrenadoras.
Había de montarme en la bici “como un machito”.
“Aunque si quieres le ponemos rueditas”, mencionó papá de manera casi burlona.
Yo me vi obligado a decir que no.
Me ayudó a subir.
Me tomó por la espalda y di los primeros pedaleos.
Iba bien. Parecía que iba bien.
Le faltaba un poco de aceite.
Lo nuevo de la bicicleta provocaba que los pedales estuvieran duros.
A los pocos segundos. Al tercer o cuarto pedaleo intenté probar con los frenos.
Me machuqué los dedos.
El dolor provocó que me detuviera abruptamente y cayera sobre el pasto seco.
Me vi caer por mi costado derecho. Como si fuera en cámara lenta.
Un aroma a charal del pasto seco del dique se levantó cuando azoté.
Me dolió.
Pero me dolió más voltear a buscar la mirada de mi padre.
Antes de encontrarla ya escuchaba sus carcajadas.
Sonoras carcajadas.
Comencé a llorar de rabia.
Papá no corrió a levantarme.
Seguía trabado de la risa.
Y yo lloraba de rabia.
No volví a tomar una bicicleta.
La Bimex azul y plata se quedó en el patio trasero. Oxidándose.
***

“La adrenalina provoca que en nuestra memoria se impriman ciertos momentos de nuestra vida”, dijo Munive mientras esperábamos un par de llamadas importantes.
La verdad es que le creo.
De hecho, creo que soy la viva explicación.
Maldita adrenalina.
¿Cómo se arranca uno esas polaroids mentales?

viernes, septiembre 07, 2012

Mi propio y privado apocalipsis

Just let me know
What you are thinking
I'll find a way to get along somehow
Just let me go
Don't leave me hanging
Please don't fail me now
Open heart surgery / Beth Ditto
 


Ahora pasa y muy seguido.
(Este último año con más frecuencia.)
Hasta comienzo a acostumbrarme.
Comienzo a perder gente querida.
Algunos se sumen en sus propios mundos, se embeben en su propia persona.
Critican un egoísmo y soberbia que viven día a día en sí mismos.
Otros se desvanecen. Dejo de verlos un tiempo y aparecen condolencias en su muro de Facebook. Me entero con una horrorosa confirmación que va de boca en boca hasta llegar a mis oídos.
En ambos casos me quedo frío.
Me quedo un poco menos acompañado.
En ambos casos me dan ganas de correr, de perderme.
Hay pandemias literales o simplemente un gusto por perder sensibilidad.
De repente nadie invita a salir.
De repente hay poca oportunidad de fiestas.
De repente menos contactos a quién llamar.
Pero por quién preocuparse se multiplica.
Por quién dolerse hay por doquier.
.

***

De esto no me advirtió nada la tía Kikis la última vez que hablamos.
No me dijo nada mientras tomaba mi mano con su mano derecha y balanceaba con la izquierda una cuba libre servida con más Coca-Cola que agua mineral, “pintadita”, dirían.
Ocurrió ahí en el Cananas Bar.
Me despedía de gente en ese entonces.
Llegaba alguien más.
Recuerdo que solamente me dijo que vendrían más de veintitantos años de estabilidad (emocional, quizá, no especificó de qué tipo, la muy ingrata.)
Que se iba Urano.
Pero nada más.
No me advirtió qué venía.
Ni me dijo que fuera a enfrentar mi propio Apocalipsis.
Con esa maldita moda que a todos nos da porque el fin del mundo se apresure.
Con ese rollo peor que el 11:11, el del 2012, pareciera que ya todos hemos perdido la capacidad de sorpresa ante la peste, el dolor.
Quizá a eso se referían los mayas.
A perder sensibilidad todos.
A perderse en uno mismo sumidos en internet, en aparatos.
Conectados sin estar conectados el uno con el otro.
Pareciera que sí, se nos acaba el mundo.
Ese mundo personal. Ese lugar cómodo y acojinado.
Esa pecera donde uno siempre esperaba a ser visto para tener alimento fresco día a día.
Creo que eso se acabó.

***

Cada que me encuentro con una página en blanco por escribir tengo una sensación lúgubre.
Como si cada que fuera a escribir algo para este blog fuera a ser una despedida.
Quién sabe, igual y este Mundo también se acaba cualquier día de estos.
Pero, convertirse en energía punzante no da miedo.
A veces sería mejor, volverse columna de vapor, polvo movido por sinergia.
En viento libre, en aire respirable.
Uno nunca sabe cuándo arranca el apocalipsis personal. 
Y mañana cumplo 30, como cereza en el pastel.

martes, julio 31, 2012

Sin despedida

Hace más de dos años lo hablamos.
Algo me temía.
Temía estar tan cerca y no poder un día siquiera saludarlo.
Siquiera irle a dar el abrazo que le debía.
Havot me tuvo la confianza suficiente para decirme el resultado de los exámenes clínicos que nunca pensó tener en sus manos.
Serian las once de una noche de febrero, quizá.
Hacia un frío endemoniado en el departamento de Condominios
Oasis donde viví por más de un año.
Aún así me oponía a abandonar la barra de la cocina.
Ahí la lap, la taza de café y los pendientes de la oficina me hacían compañía.
Y de repente, a horas inusuales para la charla de Messenger con Havot, él me abrió ventana.
"Hola señor", me dijo. Pensé, que como era usual entre nosotros, la charla arrancaría con la disculpa de siempre: "No he podido ir a Querétaro, no se enoje conmigo. Un día voy a tener más tiempo y corriendo agarro el bus. Nomas pido vacaciones. Usted, aguante".
Así no empezó esa charla.
Esta fue distinta.
"Hola, cómo anda, joven", le respondí.
"Mal, medio achicopalado".
Después vinieron las malas nuevas.
Yo me solté a llorar.
No supe qué decirle.
No supe qué hacer.
Como imbécil me solté en llanto frente
a la computadora. Y él me pidió tranquilidad.
Tranquilidad y que lo visitara cuando pudiera. Me dijo que me quería, que por eso me contaba. Que me tenía confianza, cariño. Esas noches del Pata Negra en la Condesa con él aún las recuerdo.
Tiempo atrás le había visitado en el DF. El vino un par de ocasiones y después nunca nos volvimos a ver.
Desde hace unos días ese sudor frío que avecina a la confirmación de pésimos augurios no me soltó.
El muro de su Facebook con su información oficial quedó marchito desde meses atrás. Tenía dos. En uno de ellos pocas veces hablamos y al parecer no lo tenía dado de alta.
En el segundo muro, después de su cumpleaños aparecieron mensajes de "Recupérate pronto".
Ahora hay mensajes que dicen "Descanse en paz".
Yo nunca pude darme espacio.
Nunca fui para darle ese abrazo que aun le debo.
Nunca pude darle mi solidaridad, frente a frente.
No pude despedirme.
Me siento fatal.

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*La foto fue tomada la noche de un 15 de septiembre del 2006. Havot me acompañó a reportear el aparato de seguridad en la ceremonia oficial.

martes, julio 10, 2012

Ocurrió en "La Coronela"

Miriam venía de un par de descalabros emocionales.

Su alma pedía esquina tras los desfalcos que el corazón le había provocado.
Dejó a Rodrigo encargado de mi padre y corrió para Puebla, donde a su hermano menor no le había ido del todo mal.
Se hospedó unos días con él y después se animó a rentar un pequeño departamento adaptado en una casona de la 2 Norte. La casa, de estética porfiriana por fuera había sido vilipendiada por el mal gusto de sus propietarios. Le habían hecho un cuarto piso de concreto que se cayó en el temblor del ’99. Pero el resto de la casona estaba intacta. Nunca más se le volvió a construir nada.
La casa era protegida por una obesa portera con cuerpo y actitud de Java The Hutt que husmeaba a cada vecino y esperaba inquieta por quien cruzara el portón para medirlo con inquisidora mirada. Miriam tomó un departamento ahí. Lo rentó ella sola y a como pudo vino a instalarse con una mesa redonda de plástico, pocos muebles y una estufa y refrigerador.
Se adaptó rápido a Puebla.
Y eso en parte se lo debió a una persona, doña Rosa.
Antes de pasar por la esquina de las 10 Poniente y la 2 Norte podía oler la comida de doña Rosa.
La señora de no más de cincuenta años estaba siempre cocinando en uno de los dos locales frontales que se habían adaptado en los que fuera antes el recibidor de la Casa Hagenbeck. Ahí a doña Rosa su consuegra le rentaba el espacio a buen precio. Con su hijo Mario y su nuera Mary se encargaban de administrar el local. Miriam un día pasó por ahí, saludó, comió su comida corrida y se fue. El local, de nombre comercial “La Coronela”, estaba adornado con cuadros de la revolución, fotografías viejas de conocidos e incluso la ampliación de la imagen del toro Pajarito, ese que salió volando por encima de las gradas de la Plaza México. Entre las imágenes Doña Rosa tenía colgada la fotografía de un joven, ‘El Pelao’, como le decían a su marido cuando recién se conocieron. Miriam tuvo esa sensación de tranquilidad cada que regresaba a la 2 Norte de sus primeros días de búsqueda de trabajo. Estaba ya harta de ver que el panorama para el oficio de educadora nomás no era muy distinto en Puebla.
Al correr de los meses Miriam ya saludaba y se había vuelto parte del paisaje en “La Coronela”. Llegar a probar la sopa de doña Rosa era un alivio. Se sentaba y la señora le recordaba a su madre. Por el tono desparpajado en la plática, porque no dejaba de comentar las noticias, porque atendía mil cosas a la vez todas con una atención impecable. Un día de tantos la señora tuvo el atrevimiento, como ella misma decía, de presentarle a Oscar, su hijo el de en medio. Hasta la fecha están juntos.

***

Miriam me marcó muy temprano.
Su suegra había fallecido.
Doña Rosa había tenido una recaída con el cáncer que le aquejó mucho tiempo, como le pasó nuestra propia madre.
Miriam se soltó a llorar en el teléfono.
“Te toca ser fuerte, carnala”, le dije. “Ya estuvimos ahí alguna vez.”
No pudo. Siguió llorando.
“Óscar está más tranquilo. Anoche la vio muy mal. Ya pedía que descansara”.
Hoy velan a doña Rosa en Valle de los Ángeles.
Y hoy no tuve más ganas que escribir sobre de ella.
Me enfundé ese luto que ya tan ensayado tengo.
De la señora no tengo en la memoria más que sonrisas, bromas y chistes.
Creo que cero problemas. O muy pocos.
Una plática fluida, una apasionada de sus telenovelas y hasta del noticiero de López Díaz.
En la memoria tengo sus anécdotas de su arraigo en Puebla a pesar de haber venido del Estado de México. En la memoria tengo su orgullo por ser la hija de un charcutero. No puedo evitar que me afecte. Doña Rosa fue para mi hermana una segunda madre. Para mí la seguridad de que ella estaba bien cuidada y de que no le quitaban el ojo de encima.
De que, en efecto, tenía una segunda madre acá en Puebla y por obra y gracia de la casualidad era doña Rosa.

***

Quisiera que el luto no fuera mío.
Quisiera hacer como que no me duele.
Quisiera no asistir al velorio.
Pero tengo una ansiedad media loca.
Y no se la debo al expreso de la mañana, ni al café americano de la tarde.
La ansiedad se la debo a un luto.
Este luto que parece ya ensayado.

lunes, julio 02, 2012

Yo, oposición


Soy la sangre dentro de tus venas,
soy un pedazo de tierra que vale la pena.
soy una canasta con frijoles ,
soy Maradona contra Inglaterra anotándote dos goles.
Calle 13 / Latinoamérica

Creo que nací oposición.
Mi padre me obligó cuando quiso abortarme.
Mi suerte fue esa.
El señor ya tenía ya cuatro hijos. Y, por lo que entendí, apenas y dominaba los anticonceptivos.

-¿De dónde voy a sacar para mantener al quinto?- se preguntaba.
-Si saliste muy machito para hacerlo, tendrás que ser muy machito para mantenerlo-le dijo la abuela.

(Lástima que nunca conocí a mi abuela para agradecerle sus palabras.)
Mi madre quizá observaba espantada, seguramente, aun preguntándose porqué el profiláctico no había funcionado.
Ay Dios.
Esa era la lógica básica que la educación sexual en los 80’s se regalaba a la clase obrera.
Papá incluso fue a buscar al ginecólogo.
Y el matasanos, apenado porque sus pacientes no habían dado al clavo al clavar, ofreció el legrado free charge. Vaya, que no les costaría ni un peso sacar al chamaco.
Ahí mi madre comenzó a poner resistencia.
Meses después salí del vientre de mi madre antes de lo estipulado, como buen contreras.
Años después, ya crecidito, me di cuenta que era homosexual.
Y ahí entendí también que le declaraba la guerra a mi padre sin siquiera proponérmelo
Como no iba a ganar, ni siquiera un poco de aceptación, sabía que tenía que irme.
Creo que en mi propia casa, en mi propia familia me di cuenta que era contraparte.
Que nacía oposición por venir sin pedirlo.
Que crecía oposición por ser yo.
Que me tocaba ser distinto.
Que me tocaba ser quien quisiera yo.



lunes, marzo 26, 2012

De los destinos no logrados

Kiss me hard before you go
Summertime sadness
I just wanted you to know
that baby you're the best
Lana del Rey / Summertime Sadness


-Adriana me mandó un mensaje-dijo Miriam.
-¿Y qué te preguntaba sobre mí?-me adelanté.
-Pues que si habías ido a Necaxa. Que te habían visto.
-Fui a Huauchinango… Tuss nos invitó. Bajamos a La Ceiba al Río San Marcos. Pasamos a Tenango al otro día. Víctor quería ir al mercado de Flores.
-Bueno pues que mi padre se puso mal… Ya ves cómo se pone…

+++


¡Carajo!
¡Qué rápidos son en el pueblo!
O le informaron o sí me vio. Sepa.
El diálogo con mi hermana al Nextel no duró más de unos minutos pero fue básicamente entendible.
Me marcó el mismo domingo que yo venía de vuelta. A la altura de Tlaxcala ya había señal. Entró la alerta. No contesté pero algo me decía que ya había noticias sobre mi escapada a la Sierra.
Algo me decía que no quería escuchar lo que ya sabía:
Mi padre aún no lo asimila.
Y quién sabe cuándo lo haga.
Incluso no tiene que hacerlo.
No tiene que entenderme, tampoco tiene porqué sentirse mal si yo no lo llamo.
Es evidente que no lo hago porque lo conozco.
Y sé que aún corre un largo tramo de tiempo para siquiera entenderme.
Es raro, el que yo no sea bienvenido en su casa me hace sentir un extranjero en mi propia tierra.



lunes, enero 23, 2012

Feliz cumpleaños

Sería un verano.
De 1990 o 1992.
No recuerdo.
Pero yo rondaba los 9 años.
Bien sé que era verano porque en la Sierra todas las casas en esas épocas (previas al marcado cambio climático) se convertían en verdaderos hornos. Cuando niño no veía la hora para jugar con los vecinos, tomar globos, rellenarlos de agua, usar la manguera como arma o esperar a que le compraran una bazooka con tanque para mojar a los amigos. Tuve amigos, contados, contadísimos. A diferencia de Poncho, mi hermano, quien se llevaba con toda la colonia. No se le veía ni el polvo cuando lo buscaban para andar en bicicleta. En ocasiones me quedaba sin amigos cuando “El Chino” se iba de vacaciones a algún destino exótico, o David se iba al DF, o a Puebla con su papá, don Luis Diego.
Entonces no quedaba más que encerrarme en casa. Si el calor lo ameritaba rogaba porque mi madre me dejara llevar la portavianda hasta al trabajo de papá.
Sí, tendría yo aproximadamente nueve años cuando por fin me confió la tarea ya que Alfonso no aparecía y seguía con los amigotes en algún punto del pueblo, quizá echándose una paleta de uva en el negocio que tenían los Montes de Oca en el mero zocalito de Necaxa. Quizá andaba de malora en alguna huerta comiéndose alguna fruta de temporada y asaltando capulines con su bola de cuates.
Entonces aparecía Mundito como el salvador de la tarde.
Papá tenía que comer y mi madre no había pasado en balde horas preparando el lunch, echando tortillas, haciendo taquitos de algún guisado. Abriendo una servilleta de algodón bordada para que la comida no perdiera el calor y guardara un poco de ese sudor que le da otro toque. Un Tupperware grande repleto de taquitos de guisado. Uno más con sopa, otro con frijoles. Papá era exigente y además a veces sufría miradas de lástima de sus chalanes o de los compañeros del trabajo, así que mamá prevenía y ponía de más siempre. Total no pasaba de que sobraran uno o dos y nosotros, al regreso, asaltáramos lo que quedaba en la portavianda.
Total, la comida no pesaba tanto. Emma podía mandar a Mundo por una caminata de casi media hora hasta el malacate. Primero uno debía de caminar hasta El Salto, aunque años después pondrían un puente colgante que también usábamos para retos con los patines en línea.
La subestación El Salto era la construcción más ubicada antes de que la mancha urbana comenzara a esparcirse.
Uno cruzaba por lo que conocíamos como Salto Chico. Entre lo verde de la maleza uno encontraba las verdeas para ubicar las escaleras que comunicaban una pequeña colonia de trabajadores. Un conjunto de menos de 20 casas construidas igual que el Campamento La Mesa y la colonia Morelos, con cierta tendencia construcciones norteamericanas dejadas por los primeros constructores del sistema hidroeléctrico que data de inicios de siglo XX. Tras salto chico uno corría por ese sendero escalonado con baldosas exclusivamente construidas para que los empleados llegaran a la entrada al malacate. Donde bajaban varios metros de profundidad hasta la Planta Hidroeléctrica de Necaxa. Ahí me quedaba yo.
A veces se tocaba un cable, para que, metros adelante escucharan que habían llegado a dejar la comida. El carrito subía, esperaba a las esposas o hijos que dejaban la comida y regresaba hacia los empleados. Hasta ahí estaba permitido llegar como menor de edad sin supervisión.
“A fulano le mandaron tortas. Su esposa es una huevona”, decía papá al regreso a casa. Lo mejor visto era enviar un guisado, sus tortillas, sopa, y frijoles aparte. Aunque algunas amas de casa perdían lo bien hecho conforme pasaban los años, según criticaba mi papá.
Recuerdo que en una ocasión alguno de los compañeros cercanos a mi padre me reconoció. “¿Tú eres hijo del Chicharrón? ¿Verdad?”. Asentí con la cabeza. Él hizo una seña para que subiera con el resto al malacate. Me indicaron que no subiera la cabeza. Y bajamos en el carrito. En la piel se sentía el fresco de bajar metros y metros. Resplandecía el agua filtrándose entre el musgo y la añeja construcción. Y también destellaban algunos de los ojos de murciélagos trasnochados. En cuestión de cinco minutos la luz del túnel enceguecía, señal de que llegábamos a la planta. Ahí papá, casualmente, estaba haciendo alguna maniobra, a las afueras de la planta y con el sonido detrás de las turbinas alimentándose por todo el afluente proveniente de las caídas de agua.
“¿Y ora tú? ¿Qué haces aquí?”, recuerdo que preguntó. Papá estaba sorprendido. Su retoño había tenido curiosidad ese verano por saber cómo era su trabajo. Tomó el teléfono en la estación y avisó a mi madre que ahí me quedaría el resto de esa calurosa tarde. Ese día me impresioné por el tamaño de las turbinas. Me sentía en una de esas estaciones defendidas por Mazinger Z. Jugaba a que en cualquier momento llegaría algún monstruo enviado por el Varón Ashler. Fue una buena tarde. Creo que recuerdo pocos eventos en los que papá habría sonreído así.
Cada vez fueron menos con el tiempo.
Y ahora, aún más carentes son.
Creo que prefiero recordarlo así, hoy que cumple 61 años.

***
He de admitir que tengo una memoria pésima cuando se trata exclusivamente de cumpleaños.
Y casualmente suelo recordar, bien y a ciencia cierta, muy pocos. Uno de ellos uno es el de mi padre.
Hoy no puedo tomar el teléfono y llamar para felicitarle.
Llevo, si las cuentas no me salen mal, más de un año sin saber de él.
Okey, él tampoco quiere saber mucho de mí.
Feliz cumpleaños, papá