lunes, diciembre 18, 2006

Cadáver decembrino

“Te estás avejentando Edmundo”, así lo dijo, como es su costumbre.
Sin miramientos ni compasión Selene casi casi me lo escupió en la cara.
¿Será cierto? Me estaré avejentando o simplemente maduro... ¿o me vuelvo más duro? Tan duro como el cascajo.
No sé. Cada que me quito la barba, es como si me despegara una máscara, hasta arde y no precisamente porque me irrita horrores, es más, siento que me quito años de encima, siento que vuelvo a ver al chamaco aquél que sonreía con facilidad mientras se dibujaban los hoyuelos en las mejillas.
Recién encontré una fotografía donde así aparezco, de siete años y con una sonrisa bastante genuina. Apenas perdí la imagen de vista, si la encuentro prometo postearla.
En ella sale el Inmundo Animal con una chamarra de cuero que le encantaba porque la utilizó en un bailable de Vaselina donde se sintió Danny Zucco.
Así aparecía, con pose de catrín presumo mis zapatos mientras guardo las manos en las bolsas del pantalón de vestir. Todo un galán recién entrado a los siete años. No recuerdo a ciencia cierta si mi hermana Blanca tomó la fotografía. Creo que sí, en esas fechas le iba de maravilla cuando trabajaba en Banamex. Casi cada tercer día Blanca estrenaba rollo —entre otras cosas— y me ponía entre sus muñecos de peluche. Las poses eran un poco ridículas pero me encantaba salir en ellas.
En esa ocasión me puso frente al árbol de navidad. Y yo que ni pintado, creído y emocionado con mi chamarra de cuero.
Esa sería la navidad del ‘90 o del ‘89, ya no recuerdo.
Pero ese año mi madre había adornado el árbol con esferas doradas y de color plata, moños rojos y mucha nieve artificial. El pelo de ángel ya no le convencía así que íbamos a Hidalgo por un poco de heno para colgarlo en el oyamel.
Esa era su costumbre, comprar un oyamel, una especie de pino enorme que en Tecochtenco, una comunidad de Tenango, se daba por borbotones. Ahí, en ese pueblito a media hora de Necaxa era donde mis padres tenían sus compadres.
Cada año solíamos visitarlos, les llevábamos esferas de Chignahuapan y ellos, en complacencia terminaban haciendo tremendo descuento a uno de los árboles que por centenares vendían.
En casa era todo un proceso aquello de la navidad.
El Poncho y mi padre amarraban el árbol al toldo del carro.
Ya en casa, mi padre hacía una cruceta, nivelaba el tronco y la clavaba en forma de base.
Mi hermano y yo vaciábamos las cajas de muñecos para el nacimiento. Mi madre acomodaba papel periódico, cajones y cajas debajo del árbol. Después montábamos pedazos completos de musgo traído de El Salto. Dejábamos agujeros que rellenábamos con espejos circulares para simular lagos. Ahí colocábamos los cisnes, quizá las piezas consentidas de mi madre.
Entre las montañitas que mi madre dejaba se armaban puentes o se improvisaban pozos. A mis hermanas les tocaba colgar las esferas, hacer moños, a mi hermano probar las series. Mi padre las colocaba. Yo nomás veía. Y también los vecinos. Había quien pedía permiso para que sus hijos visitaran tremenda maqueta de Jerusalén, muy a la mexicana, claro.
Con los años, por cada hijo que se iba, por aquello de intentar su propio hogar, a los demás se nos agregaban tareas.
Claudia dejó de hacer moños.
Miriam dejó de limpiar los muñecos del nacimiento y colocar el musgo.
Blanca dejó de tomar fotos y comprar esferas.
El Poncho dejó de bajar los muñecos del tapanco y tampoco probó las series ya.
Ya después la tarea tocaba a Papá, mamá y a mí, nos echaba la mano Carmen, quien casi fue mi nana.
Nunca fue pesado, incluso a veces mi madre se adelantaba en uno de sus desplantes de hiperactividad. Bien me tocó ver ya toda la casa arreglada cuando volvía de la secundaria.
Años después, cuando ya nada más quedaba yo como hijo de casa, mi madre optó por el árbol artificial.
La casa dejó de perfumarse por aquél pino, pero ya la enfermedad de mamá era condicionante de su entusiasmo por los arreglos navideños.
En su cama invirtió más tiempo en probar con las figuritas de fieltro.
La primer navidad sin ella fue muy difícil.
Papá no pudo ni probar las series.
Mi hermana Claudia terminó haciendo todo.
Quien lo dijera, ahora Claudia es la única de mis hermanos que no está invitada a la mesa de mi padre el próximo 24 de diciembre.
Y yo, pues yo me estoy avejentando.
Lo noto cuando recuerdos como estos me derrumban más de lo que me pudieran sostener.

2 comentarios:

Cobayo dijo...

Esto es lo más triste que le he leído, señor. Le mando un abrazo, que bien sé no le quitará esa tristeza, pero que al igual que el pan y el café lechero, es bueno combinarlos.

Jared dijo...

Sin palabras...