martes, enero 04, 2005

Que la boca se me haga chicharrón

A mi padre toda la colonia Azteca lo ha conocido como “El Chicharrón”.
Cuando se casó por tercera vez y todos sus hijos estuvimos bien creciditos, el pueblo le cambió el sobrenombre.
Ahora es conoció como “Don Chicharrón”. Vaya cambio.
Tal mote se lo debe al bisabuelo Chantré que un buen día le dio un cesto lleno de mazorca al tierno Ildefonso, con la orden de llevárselo a su puerco predilecto.
El bisabuelo Chantré tenía un orgullo en su chiquero.
Su semental.
Al barraco le apodó “El Chicharrón” desde que creyó que el futuro del animal no pasaría del cazo de las carnitas, las cubetas de manteca o su cabeza hecha taquitos.
Pero el destino lo cambió de pensar cuando el cerdo se apoderó de tres tetas de su nana.
“Salió cabrón el marrano”, seguramente dijo el bisabuelo Chantré.
Fue tal la alevosía, que “El Chicharrón” mató de hambre a cuatro de sus hermanos. Así el bisabuelo lo separó de la camada, prefirió criarlo él mismo; le cobró los cuatro consanguíneos cruzándolo con cuanta puerca se le ponía enfrente.
Para cuando mi abuela parió a mi padre el barraco ya había logrado preñar a siete puercas.
Para cuando “El Chicharrón” se conocía como el mejor semental del pueblo mi padre se quedó sin madre.
La abuela lo abandonó.
Ella prefirió los rumbos del buen dinero proveniente de los tamales y, al parecer, también de la putería.
Perdón, no es que yo le diga puta a mi abuela, que en santa paz debe estar. No, yo no lo digo. Lo decía todo el pueblo.
Cuando le dolió la cara de tal fama, la abuela salió corriendo del pueblo. Leonor pidió a Don Chantré que criara a su hijo.
Así, mi padre no vivió tan de cerca esa mala fama de su madre.
Tuvo la suerte de no ser señalado como sus otros tres hermanos mayores, quienes a pulso llevaron eso de "ser hijos de puta".
Y no cualquier puta... una puta que vendía tamales. Muy buenos, por cierto. Y eso, también se lo reconocía todo el pueblo.
Así que a sus siete años, el pequeño Ildelfonso tenía bien definidas sus tareas: Dar de comer a los caballos. Recoger los huevos de las gallinas. Recorrer el rancho de Chincontla. Limpiar la mierda del borrego. Podar los arrayanes del jardín.
Todo lo hacía por un taco que su madre le negó y que el abuelo le cobraba con trabajo.
El niño comía lo que había.
La esposa de Don Chantré lo odiaba por ser hijo de la bastarda de Leonor.
Doña Maruja nunca perdonó a su marido por dejar que esa niña creciera con ellos, menos le gustó que le dejara arrumbado a su cuarto hijo.
Así el pobre chamaco arrimado era el hijo de la bastarda, era hijo de puta y era hijo de una muy famosa tamalera. Todo en uno. Maravilla de muchachito.
A pesar del poco cariño que Maruja le profesaba, los frijoles bien guisados no le faltaron a Ildelfonso. La señora podría ser muy cabrona, una arpía de primer, pero en ese hogar se comía bien, era de esos donde no hace falta el sabor del cilantro ni los caldos se pasan de sal. Donde hay tortilla hecha a mano, guacamole y chiltepín. Las mujeres serranas además de cabronas, cocinan de maravilla. Pregunte usted nomas.
En fin. Un día la Maruja desgranó el maíz.
Antes de que los granos se fueran al metate echó toda la mazorca en un chiquigüite y se lo pasó a Don Chantré.
Acto seguido el abuelo llamó a su entenado, mi padre.
Ildelfonso venía con siete huevos de totola en las manos.
Se desocupó y atendió a mi bisabuelo. La orden fue llevarle la mazorca a su orgullo: “El Chicharrón”.
Mi padre perdió la costumbre de acercarse al chiquero cuando uno de los peones fue mordido por aquél monstruo de tocino.
Sin miedo, el niño de siete años buscó la trompa del barraco.
Rodeó el chiquero y vigiló al puerco, aguantando todo el aroma a majada que desprendía.
El Chicharrón llevaba dos días sin comer, quién sabe por qué.
Cuando olió la mazorca fresca se abalanzó contra el pobre chamaco.
El chiquero, el chiquihuite, el pobre de Ildefonso y las mazorcas salieron volando por tremendo toponazo del semental.
El saldo fue un gallinero enloquecido por el ruido, dos borregos escapados, un barraco en fuga y la nariz rota del pobre niño. Un mar de sangre en su cara sucia entre lodo y majada.
De “El Chicharrón” ya nada se supo.
Algunos cuentan que por los llanos cercanos a la colonia intentó violar a una anciana.
Bromeando, el abuelo intentó calmar torpemente las lágrimas de Ildefonso. Y zaz, él fue el nuevo Chicharrón.
Así se le quedó para toda su vida.
De esa infancia llena de trabajo mi padre guarda, además de la anécdota de su mote, el deseo de no saber de su madre.
Deseo que llevó a cabo hasta el día de la muerte de aquella señora.
En el funeral, Ildefonso se enteró que fue el cuarto hermano de una familia de 14 hijos en total.
La abuela era incontenible.
Y así, a sus treinta y tantos, dolido aún por el abandono, por el frentazo que le dio el barraco, por su infancia perdida, se reencontró con su madre, quien yacía en un féretro barato.
Velada por todos sus hijos.
Incluso por Ildefonso, “El Chicharrón”, como lo conocía la colonia entera.



1 comentario:

carurosus dijo...

Gracias por compartir la historia de familia. Todos tenemos una. Un fuerte abrazo.