jueves, diciembre 30, 2004

Olor a nuevo

Entre el frío de la Sierra paso mi navidad, el próximo año aún me parece incierto.
Llevo tres playeras y dos pantalones como pijama, cuatro edredones extra son el remedio para espantar los pies helados y las manos entumidas.
El ponche endulzado con panela, el café de preferencia solo y sin azúcar, ambos bien calientes.
El viento azota ciruelos y manzanos en Venta Grande, debido a la temporada los árboles están pelones. Los güeros lecheros abundan, las señoras con chisme pueblero también.
Toda la gente tiene mejillas chapeadas. Así se las deja el sol que quema pero no calienta.
Tienen cabello maltratado por el polvo y algunos de seguro tienen lombrices en la panza.
El estiercol de caballo decora las calles que presumen guarniciones de barro, banqueta de tierra, pasto y hierba en vez de asfalto, no hay bardas, hay alambre de puas, hay postes de madera.
Aquí será. Aquí estaremos.

***

Por estas fechas era que mi madre –en paz descanse- obligaba la visita a la tía Julia.
Mi padre y yo aceptamos acompañarla toda vez que el resto de la familia esquivaba el compromiso por ene motivo.
Camino a Venta Grande, donde precisamente la tía Julia vivió toda su senectud hasta su muerte, mi madre se esforzaba por inyectarme interés hacia mi poco conocida tía. Me decía que la señora en sus mocedades conoció a Tin Tan y a Pedro Infante, que era hermana de Blanca Estela Pavón, que de joven no había hombre que la dejara sin piropo, que era muy chula pues.
Pero ni el lazo sanguíneo ni su roce con las estrellas me eran suficientes. Mi madre nuca lograba verme contento por el encuentro. Yo nunca entendí como la intima amiga de las estrellas doradas del cine mexicano podía sobrevivir en ese pueblo grisáceo.
Carajo, el desprecio se volvió en mi contra.
Siempre renegué de visitar a la tía Julita por ese lugar que antes me pareció despreciable pero que ahora deberá sentirse como un hogar.

***

Doña Julita, como le llamaba mi madre, vivía en una adornada casa de madera. Gladiolas y azucenas bajo las ventanas, cerca blanca de madera. La señora se la pasaba bordando carpetitas con ganchillo, mientras veía telenovelas en su televisión de catorce pulgadas blanco y negro. Mamá aceptaba una muestra de su elaborado trabajo, incluso le compraba un par en colores pastel.
"Es para ayudarla", decía.
Mi padre perdía el tiempo observando sus caballos y hablaba con el muchacho que se los cuidaba.
El joven con olor a leche no sabía atinar si el Pinto, el caballo favorito de doña Julia, moriría pronto.
A mi me daba miedo ver a alguien con tantas arrugas así que estiraba la mano y agachaba la cara si la viejita me ofrecía dulces, desviaba los ojos hacía sus fotos en sepia, retratos de personas que me parecían conocidas, además de uno que otro pariente en versión juvenil. En silencio hacía teorías donde intentaba reconocer en una de las viejas fotografías a mi abuelo, don Filemón.
Claro un Filemón con cabello y sin panza, con traje de raya de gis, sombrero de ala corta con moño que coordinaba perfecto con el pañuelo, galante bigote recortado, masculino porte de macho mexicano.
Mamá hablaba horas con la tía. Al parecer doña Julia le recordaba a la abuela. ¿Sería tal la razón de su misericordia? Mi padre se desesperaba cuando su conocimiento por los caballos le era insuficiente y ya había pasado de la crianza equina a la ovina, y luego a la del conejo, a la de la trucha arcoiris, a la de las gallinas, incluso a la de los perros que la anciana adoptaba en su pórtico. Para esas alturas Mundito ya había creado historias entre los cuadros saboreando las frutas secas que recibió sin alzar la vista.
Papá asomó su cara por la ventana, mamá lo observó de reojo y entendió.
Pronto estaríamos de vuelta a casa. Yo feliz por dejar ese pueblo frío con los bolsillos llenos de mazapanes y otras golosinas de vieja usanza.

***

Ya no sé quién vive donde doña Julia solía hacerlo.
La casa sigue ahí.
No está abandonada pero no parece el hogar de alguna viejita que borde carpetas con ganchillo. Según me contaron la tía falleció cinco años antes que mi madre comenzara con sus dolores.
Hoy vuelvo a su pueblo.
Pero ahora no soy visita. Ahora huele a nuevo en la casa que mi padre compró en Venta Grande, cuatro calles atrás de donde la anciana vivía.
Me toca hacer hueco en mi alma para ese recién adquirido escenario. Ojalá y no muera rodeado de perros, solitario en una coqueta casa de madera, en un pueblo frío de güeros lecheros y señoras dedicadas al chisme de pueblo.

1 comentario:

Flor de Calabaza dijo...

La tía Julia. Una viejita que tejía carpetitas color pastel. Tu madre. Ayuda. El olor. Tu niñez. Los caballos. Los mazapanes. Las luminarias. Tu muerte. la nueva residencia de tu padre. Parte de la vida y de las bendiciones que te manda la misma. Así, cuatro cuadras detrás de la casa de la tía Julia se contarará una nueva historia. Un nuevo comienzo xon un nuevo olor, con olor a nuevo. La historia de aque que veía caballos y estudiaba la crianza de las truchas arcoiris.