jueves, enero 13, 2005

Borra, regresa.

¿Qué haces cuando una sonrisa ajena te mata? ¿Qué llevas a tu corazón cuando alguien tiene un precioso par de ojos y no deja de mirarte? Esa persona te sonríe, te ve, te agrada. Es gusto mutuo el conocerse.

Una noche fría de enero. El aire azota la iglesia de Nuestra Señora del Cielo. Su estilo arquitectónico barroco indígena no importa en el momento. Es una misa en memoria de alguien. Posteriormente a un funeral ya nadie quiere saber nada. Ya enterró a su muerto, ya intenta vivir con el dolor que le dejó aquél que se fue. Ya no llora, solo recuerda, sólo se le estremecen los músculos cardio vasculares, busca un alivio, traga el aliento mecánicamente, se encuentra en standby. Vive. Lo que le queda, vive. Así vi a Ramón. De unos 24 años, el hombre-niño con los ojos más destellantes que he visto se montaba en el dolor, en su pena. Lloraba por su ex novio. Por Toño.

A Ramón le supe sus mañas el día que lo vi en el "Mandragoras", un día que a Natalie, ex compañera de la universidad se le ocurrió presentarlo. Ahí, minutos más tarde llegó Toño, sería cuestión de días lo que llevaban separador. Visualmente crucé miradas de inmediato con Ramón. De facciones finas, andar cordial, sentidos agudos, lentes cubriendo sus brillantes ojos, con actitud de hombre, su imagen es la de un niño de 14 años. Frágil, de osamenta tierna. De delgados músculos. Concordamos en muchas cosas, en la música, en los comentarios, en degustar el ganado y dividirlo. A Toño le molestó tal complicidad, mal pensó mi amigo, mal pensó.

Y es que esa vez, en que Antonio Chamorro temió que su ex novio, el tierno Ramón se desayunara al Edmundo que en previas ocasiones no consiguió, fue la última vez que tanto Ramón, como yo, lo vimos con aliento, con vida, bailando a su modo la versión de California dreamin' de los Royal Gigolos. Fue la última vez que se zampó unas cervezas. El hombre andaba ocupado con su proyecto de organización no gubernamental. El chavo era movido, no sé porque nos dejó. No sé cuál habría sido su argumento, no sé si habría sido un buen argumento.

Hace como una semana exactamente fue que Don Mario Martel me arrancó a Toño enseñándome una esquela publicada por La Jornada de Oriente, en ella, Juventud Alpha, grupo que había fundado cuando se enteró de su condición seropositiva, se despedía haciéndole todos los honores que no pudieron recordar cuando lo exhiliaron de él, de su creación.

Un día que se me ocurrió tener la autoestima al doble de elevada fue que en el sedan blanco de la mamá de Zeus nos fue comunicada la mala nueva. Incredulidad fue lo que tuve los siguientes diez minutos que el señor Zeus manejó hacía el zócalo de Puebla para encontrar el diario donde Martel vio del terrible desaguisado. Selene lo confirmó cuando se bajó del carro, pagó los 10 pesos que el diario vale acompañado de la edición nacional, lo llevó al bocho y lo escudriñamos entre todos. Ahí estaba, ahí estaba su nombre. Todo concordaba. El amigo de Nata. El ex de Ramón. Un buen amigo mío en potencia. ¿Qué demonios pasó? No sabíamos. Suicido fue lo que confirmó Natali, destrozada como la describió Selene, como la escuchó al teléfono. Fue duro, me dio un madrazo, me regreso a la tierra como aquella sabia lección de mi madre.

Así fue que pasó uno de los momento más incómodos en mi vida. Cuando asistimos a la iglesia de Nuestra Señora del Cielo, ni Selene, ni Paulina sabíamos qué encontraríamos, no sabíamos si veríamos una familia deshecha, a los amigos desparpajados por toda la capilla.

El retablo dorado, salpicado de ángeles, en un baño de oro, nos recibió con el padre encaramado al púlpito, dando la misa de despedida. Ramón llegó tarde. Cuando Selene fue a recordar a qué sabía la hostia el hombre-niño apareció entre las bancas. Derrotado, aplastado, sumergido en su limbo. Metido en su mente. Tuve que dejar sola a Paulina, la abandoné en la fría banca de madera, di cuatro pasos, vi hacia la cúpula, las tres bóvedas del edifico parecían empotradas, lucían dormidas siendo testigo del dolor en toda esa gente.

Llegué a Ramón, le acerqué mi mano por su hombro. Volteó, me miró, sonrió. Aún con su sentir, con su alma llena de luto, con el pesar de sus párpados, lo violáceo de sus ojeras, aún así pude ver ese destello en sus ojos. Noté lo increíble de un alma fuerte en esa mirada. No creo volver a ver una mirada así. En el continuar de la misa, este guiñapo de hombre que me precio en ser le acompañó en silencio. Pude omitir la estupidez de mi verbo y acompañe callado. Creo que esa noche, cuando el viento azotaba a Nuestra Señora del Cielo, cuando miraba el retablo bañado en oro, salpicado de ángeles, es noche fue que aprendí a callar.

Desde esa fecha es que mi mente no para de cantar "Erase, rewind", canción de The Cardigans que nada tiene que ver con la anécdota pero que resume los sentimientos que esa noche nacieron en mi.

"Hey...what did you ear me said. You know the diference it makes. I said it's fine before. But I don't think so no more. I said it's fine before...", así rezaría la rubia que es vocal de la banda, lo mismo he rezado cada noche en mi cuarto, cuando apago las luces y mi ciclo de música barroca termina.

Ahora, cuando pongo GRAN TURISMO, disco de The Cardigans nace en mí la sensación de que en la vida todos podemos ser una pieza del cassete que se borra y regresa. Con esa canción muero en la noche. Con esa sensación me despido a la vida en caso de no despertar nuevamente. "I've change my mind... I've take it best... erase and rewind."

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