miércoles, diciembre 05, 2007

De hueva y el karma

Que si las cifras de la PGJ han sido maquilladas (¿apoco?), que si son más suicidios los ocurridos que los reportados (¡no me digan!), que hoy tendré que hacer uso de la creatividad para sacar la nota nuestra de cada día (no hay pez), que hoy hasta el frío espantó a la información (y a nosotros los reporteros nos vuelve más huevones). Y hoy lo más relevante en mi día fue una breve lección entre el karma y el dharma.

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La mirada se me desencajó cuando vi la escena: con las cuencas vacías de ojos un hombre caminaba a punta de bastón en la esquina de la 7 Poniente y la 5 Sur. En el pecho llevaba un letrero donde decía algo así como “que Dios te de ojos para no ignorarme”. Bajo el letrero colgaba una pequeña cubeta que creo era verde. A unos pasos de mí la culpa se me arremolinó en el bolsillo. La mano mecánicamente jaló una moneda de la bolsa delantera derecha del pantalón. Tomé la primera que sentí, era de diez, lo noté cuando iba cayendo dentro de la cubeta. Era la más grande que había caído dentro del balde, lo noté porque hurgué con la mirada cómo iba en su día el señor. Pero mi curiosidad despertó el enojo del invidente. Quién sabe cómo el señor detectó cercana mi presencia y pensó que alguien le robaba las pocas monedas del día. En improvisada defensa comenzó a bastonear, casi me pega. Yo me hice para atrás y escapé cuando el microbús para la oficina. Subí a la ruta 4 mientras notaba que mi última moneda se la había dejado al señor. Pagué con las de 20 y 10 centavos que encontré entre el maletón de la laptop. Hice parada diez minutos de un viaje en el que me la pasé pensando si fue mucho o poco lo dado a aquel espectral anciano que casi me tira los dientes de un bastonazo. Y en la baba bajé del microbús a unos pasos de la caracola que es la iglesia de Huexotitla, a metros de la oficina de redacción. Antes que pusiera los dos pies en el piso el chofer arrancó como suelen hacerlo, sin cerciorarse de que el pasajero haya bajado. Y yo, que casi no grito, que no me enojo, que lo rabioso me sale nomás cuando amerita, pues terminé hecho bilis por temor a ser la víctima ciento setenta y tantos del transporte público. “¡Aguanta cabrón!”, le grité al chofer mientras hacía una suerte digna de trapecista para caer del modo más elegante. “¡Vas que vuelas…! ¡¿Se murió tu puta madre?! ¡Vas que vuelas por la herencia!”, grité mientras el chofer volteaba por el espejo lateral y yo le encorvaba el brazo derecho en el tipo ademán de “¡chingas a tu madre!”. ¿Sería castigo por pensar tanto en el monto de la limosna al viejito? Quién sabe, pero yo ya maldecía a la caridad cuando, minutos más tarde, me daba cuenta que no me alcanzaba para mi jugo de durazno. Chale. Tuve que pedir prestado pero me sentí mal por seguir regateándole la limosna a aquél viejecillo con el pensamiento. Me toqué el pecho y me sorprendí. En mi bolsa de la chamarra, pegada al pecho y del lado del corazón, estaba una moneda de diez pesos. Como si alguien me hubiera cerrado el hocico.

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